Llego perturbado a casa. Una licenciada amiga mia, me pidió que le pusiera un inyectable intramuscular. Accedí a pesar de mi impericia por falta de uso, pues ella sabia que no colocaba alguno hace como mil años. A pesar de las advertencias y mi pudor, insistió y yo soy de las personas que no se hacen de rogar cuando de damas se trata. Lo que siguió fue un resplandor. No soy de los que creen que ver una nalga o un pecho, y menos con fines profesionales, es alcanzar el cielo. Es más, dependiendo de las cepas, a veces es alcanzar un infierno fétido y corrosivo. Pero lo que apareció ante mis ojos fue como el agua en el desierto, como el merlot maridando una pasta, como el limón en el pisco, un jolgorio, una fiesta, un Paris. Desplegaba sus rutilantes alas rojas una mariposa gigante, cuyos vértices coronaban ambas crestas iliacas y sus nervaduras amarillas abarcaban gran parte de los glúteos mayores. La cabeza del lepidóptero coronaba el fin del surco superior y no tuve el coraje de descubr