Cafe con Quilca
No recuerdo el año en que mi padre me hizo conocer Quilca, que en esos tiempos todavía lo escribía con Q. Lo único que recuerdo es que fue entre la tercera y cuarta cuadra que se originó la impronta. Vivíamos cerca al lugar y mi padre además trabajaba a dos cuadras de ahí por lo que supongo ahora, haber recorrido sus calles cientos de veces antes. Pero ahora todos estos detalles se fijaron.
Era un restaurant que hasta hoy existe y que no me atrevo a entrar para no destruir el recuerdo, al que acudimos cerca de las cuatro de la tarde, hora habitual para el "lonche" que todavia se disfrutaba en Lima. Nos sentamos y mi padre pidió una taza de leche para mí, además de un pan con queso “laive”. Para él pidió una bebida cuyo nombre no entendí a pesar de lo simple de la frase. A los pocos minutos apareció el mozo con dos jarrones blancos de loza, humeantes. Vació hasta el reborde de mi vaso una leche límpida, blanquísima, hirviendo. Luego en la taza de mi padre, otro liquido extraño, oscuro, también humeante y que me hizo oler por algunos segundos.
Los recuerdos más intensos y perdurables son los del olfato. Puedo recorrer otra vez Madrid cuando antes de beberlo, inhalo los aromas del suelo, de la lluvia, de las abejas, de la madera, concentrada en un buen Merlot o atormentarme con el recuerdo de algún amor tortuoso pasado, cuando alguna perturbadora dama me sorprende con un Eau de cartier en su piel.
Pero el olor de esta crónica me recuerda a mi viejo, todavía vital y vigoroso, afectivo, bebedor empedernido de café como hallazgo novedoso para ese niño asustadizo, que era en ese entonces. Ese aroma fue un nuevo acontecimiento para mis sentidos.
La historia de Kilka, esta vez con K, la contaré en otro momento. Adelanto que lo sigo recorriendo a pesar de ya no vivir en el centro de Lima, porque ahí se resume mi vida por mis afectos filiales, por mis amores reales y ficticios, por los amigos desconocidos que todavía no han muerto y que me enseñaron a escuchar buena música y a frecuentar lecturas que me cambiaron la vida.
Era un restaurant que hasta hoy existe y que no me atrevo a entrar para no destruir el recuerdo, al que acudimos cerca de las cuatro de la tarde, hora habitual para el "lonche" que todavia se disfrutaba en Lima. Nos sentamos y mi padre pidió una taza de leche para mí, además de un pan con queso “laive”. Para él pidió una bebida cuyo nombre no entendí a pesar de lo simple de la frase. A los pocos minutos apareció el mozo con dos jarrones blancos de loza, humeantes. Vació hasta el reborde de mi vaso una leche límpida, blanquísima, hirviendo. Luego en la taza de mi padre, otro liquido extraño, oscuro, también humeante y que me hizo oler por algunos segundos.
Los recuerdos más intensos y perdurables son los del olfato. Puedo recorrer otra vez Madrid cuando antes de beberlo, inhalo los aromas del suelo, de la lluvia, de las abejas, de la madera, concentrada en un buen Merlot o atormentarme con el recuerdo de algún amor tortuoso pasado, cuando alguna perturbadora dama me sorprende con un Eau de cartier en su piel.
Pero el olor de esta crónica me recuerda a mi viejo, todavía vital y vigoroso, afectivo, bebedor empedernido de café como hallazgo novedoso para ese niño asustadizo, que era en ese entonces. Ese aroma fue un nuevo acontecimiento para mis sentidos.
La historia de Kilka, esta vez con K, la contaré en otro momento. Adelanto que lo sigo recorriendo a pesar de ya no vivir en el centro de Lima, porque ahí se resume mi vida por mis afectos filiales, por mis amores reales y ficticios, por los amigos desconocidos que todavía no han muerto y que me enseñaron a escuchar buena música y a frecuentar lecturas que me cambiaron la vida.
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